La Teología, como todo saber humano, tiene su
historia y su evolución. Durante los primeros siglos, los teólogos eran los
Padres de la Iglesia y los Obispos, y luego fueron apareciendo las aportaciones
de las órdenes monásticas. Con las primeras universidades, la Teología
experimentó un gran desarrollo respecto a la vocación de la Iglesia de enseñar
la Palabra revelada. No nos vamos a parar a detallar los grandes momentos de la
Teología (Escolástica, Renacimiento, Concilio de Trento, Ilustración e
Idealismo, etcétera) o los grandes teólogos (Santo Tomás de Aquino, San
Agustín, por nombrar a dos de los más conocidos) que han sabido guiar a la
Iglesia en la gracia y a la luz del Espíritu Santo, hasta llegar a nuestros
días, con los concilios Vaticano I y Vaticano II y los magisterios de Juan
Pablo II y Benedicto XVI.
A los historiadores siempre ha resultado ardua tarea
establecer “momentos”, porque todo en la historia está relacionado. Lo actual
se relaciona con lo anterior y viceversa. Y, hoy, gracias al amplio trabajo del
Magisterio y de la Tradición, podemos hablar de Teología como ciencia, pero una
ciencia que está sujeta a unas reglas y a unos métodos. No obstante, a
diferencia de otras ciencias, la Teología ha tenido un factor común durante
todos estos siglos: la Palabra revelada, Cristo, como fuente principal de
sabiduría.
Por lo tanto, la misión del teólogo no es buscar la
verdad en su fundamento, porque la verdad está en las Sagradas Escrituras, sino
la de investigar respecto a que la verdad revelada sea inteligible, desde la fe
misma y la razón. “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32).
No es un pasado, simplemente, sino un pasado que se proyecta hacia el futuro
del hombre en un tiempo teleológico.
En todas las épocas, la Teología ha querido
responder a los interrogantes de la humanidad sobre la verdad, porque su
búsqueda está en su condición innata y el teólogo ha querido explicar desde un
primer momento el mensaje principal de Jesús: el Reino de Dios, porque Cristo
quiere que “todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4),
así como la revelación Trinitaria y la inequívoca naturaleza de Jesús.
“La verdad posee en sí misma una fuerza unificante:
libera a los hombres del aislamiento y de las oposiciones en las que se
encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, mientras abre el camino
hacia Dios, une los unos con los otros” (Ratzinger, 1990).
Una de las principales tareas del teólogo como
científico es investigar la naturaleza de la revelación (Dei verbum), así como lenguajes,
géneros literarios y formas de comunicación para dar a conocer, mediante una
metodología propia, el acontecimiento histórico y metahistórico de Jesús de
Nazaret, como verdad radical, que cambia por completo el transcurso de la
historia del ser humano. Para esta tarea, tiene en cuenta otras ciencias
emanadas de la inteligencia del ser humano, como la Filosofía, de manera que
“se adquiera un conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de
Dios” (Optatam totius nº 15). Sobre estos aspectos, también podemos consultar
la encíclica de Juan Pablo II “Fides et ratio”.
El teólogo, por consiguiente, debe tener competencia
y preparación científica en Sagradas Escrituras, Magisterio y Tradición, pero
desde la fidelidad eclesial y en comunión con el Santo Padre y las enseñanzas
de los obispos. “Que la gente solo vea en nosotros servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1). Este estado es de suma importancia, porque el
teólogo debe conocer también la cultura dominante y los signos de los tiempos y
reconocer, dentro de su eclesialidad, las formas más adecuadas, y el saber
racional del Magisterio que parte de la fe, así como la enseñanza del Santo
Padre en su ejercicio de “ex cathedra”. Su ministerio, entonces, no se
contrapone a saber escuchar a un mundo multicultural y multireligioso.
Un teólogo puede ser hoy un clérigo o un laico, pero
este último debe tener siempre presente su pertenencia al Pueblo de Dios. Aquí
hay que hacer especial mención al legado teológico del siglo XX respecto a la
participación e intervención, que son dos cosas diferentes, pero
complementarias, de la mujer.
El Magisterio “no se cansa” en repetir que hay que desarrollar un trabajo de constante
“recuperación” de la Palabra revelada, que es fuente primera de la sabiduría,
la verdad y la esperanza: “Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros
corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una
razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15).
El teólogo tiene ya el mandato de Cristo, que
instituyó a doce y los envió a predicar (Mc 3, 14-15), pero dentro de la unidad
de la Iglesia: “Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo
cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1 Cor 10, 17).
*Periodista.
Estudiante en Tesina de Licenciatura en Ciencias Religiosas.