“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia” (Mateo 16,18). Este versículo se suele tomar como referencia de la
institución de la Iglesia. Sin embargo, para conocer su origen y fundación
también debemos tener en cuenta la relación singular y radical entre Jesús y la
historia, entre su estilo de vida y su misión, lo que da una profundidad
metahistórica a la finalidad de la Iglesia. Cristo funda su Iglesia para
prolongar el anuncio del Reino de Dios y su misión en todas las épocas y todos
los lugares.
La Iglesia tiene un origen divino y una dimensión
humana. Para entender su origen, tenemos que asomarnos a las Sagradas Escrituras,
tanto al Antiguo Testamento como al Nuevo Testamento, lo que no vamos a hacer
ahora, a resultas de suponer una tarea de considerable densidad. Si entendemos
que las Sagradas Escrituras contienen la Palabra de Dios, porque Dios eligió a
un pueblo y a personas concretas y se reveló ante ellos en momentos y espacios
concretos, y si entendemos que Cristo es el Hijo de Dios, concluimos que el
origen de la Iglesia es sagrado.
Iglesia, como término, viene del latín “ecclesia”,
que significa asamblea, y del griego ek-kaléo, que en la versión de las lenguas
del Antiguo Testamento viene a significar comunidad de Israel. Para no entrar
en el problema hermenéutico, podemos destacar sólamente que aparece “asamblea
de Yaveh” en el Génesis, Números, Deuteronomio, entre otros libros. En el Nuevo
Testamento, la Iglesia de Jesús sólo aparece en el evangelio de Mateo y luego
en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en el Corpus Paulino, sobre todo
en referencia a la asamblea al servicio litúrgico. Vemos cómo durante el
“itinerario” de las Sagradas Escrituras se le da diferentes usos a los términos
asamblea y comunidad, pero con un denominador común, es un proyecto eterno para
la salvación del hombre, es un estado de comunión, un designio de Dios y, por
lo tanto, un misterio.
La Iglesia, como proyecto, queda prefigurada en
muchos momentos de las Sagradas Escrituras. “La Iglesia aparece prefigurada
desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del
pueblo de Israel” (constitución conciliar “Lumen Gentium”, nº 2). Cristo cumple el mandato divino, cumple las
profecías del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo da plenitud de significado
a la Iglesia.
A partir de ese mandato de Jesús a Pedro se
esclarecen, en el Nuevo Testamento, algunos rasgos de la denominada Iglesia
primitiva. Jesús eligió a Doce y los envió a predicar (en Marcos, Mateo, Lucas
y Juan); fundó apóstoles a modo de colegio o grupo estable y puso al frente a
Pedro (en Lucas y Juan). Los Doce gozan de una autoridad delegada de
jurisdicción (Corintios); legislativa y judicial (Corintios) y de enseñanza
apostólica (Hechos de los Apóstoles).
¿Por qué la Iglesia Católica es la heredera de esta
asamblea? Entre otros motivos, por la sucesión apostólica, que se cumple con
los sucesores de Pedro. Otra razón fundamental es la fidelidad al mensaje
inequívoco de las Sagradas Escrituras, a la luz de la Tradición y del
Magisterio. La sucesión en obispos, presbíteros, diáconos y laicos queda reseñada
en el Nuevo Testamento, pero no nos vamos a detener ahora en la exégesis que da
luz a cada forma de misión apostólica.
Con todo, y después de este brevísimo destello sobre
el origen eclesial, podemos determinar que los fines de la Iglesia son
correspondencia de la misión de Cristo. La constitución conciliar “Lumen
Gentium” (nº 8) señala que “la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de
bienes del cielo no son dos realidades distintas. Forman más bien una realidad
compleja en la que están unidos el elemento divino y humano. Por eso, a causa
de esta analogía nada despreciable, es semejante al misterio del Verbo
encarnado”.
La misión de Cristo, que es trinitaria, queda
revelada en los textos sagrados: anuncio del Reino de Dios; enseñanza de la
Palabra de Dios; respuestas a las inquietudes humanas; respuestas a la
esperanza sobre una vida futura; curaciones espirituales y físicas; ayuda a las
personas marginadas; libertad para quien no la tiene; amor.
Al trasladar la misión de Jesús a nuestros días, y
la misión de los primeros apóstoles, vemos que esta Iglesia, de institución
divina y humana, es hoy razón de esperanza, por
el anuncio del Reino de Dios; el compromiso con la caridad, la
enseñanza, la sanidad; el compromiso con la libertad; su inculturación, su
acción social, entre otras funciones, que realiza con todos los medios posibles
y en todos aquellos lugares donde puede llegar su misión. La Iglesia es, como
corresponde al cuerpo místico de Cristo, amor y caridad.
“La
caridad es paciente y bondadosa; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa
ni orgullosa; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta
el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa.
Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Corintios 13,4).
*Periodista